Sonó el teléfono




Casi todos los años, cuando pasan estas fechas, me ocurre lo que le ocurrió al personaje de Fitzgerald, Benjamín Button, rejuvenezco. No creo que las causas sean las mismas, pero el frío y la angustia por comenzar el año con los mejores deseos parecen quitarme algunas arrugas, algunas fisuras del alma, aunque sólo sean unos miligramos. La cosa es que la mesa del primero de enero amaneció hedionda. Los trastes apilados en el comedor, los restos del lomo adobado y las botellas de ron formaron una imagen del cine de investigadores privados de los años ochenta, una escena hecha hasta el aburrimiento, pero allí estaba el amanecer de un nuevo año, con la cruda demencial y humilde.
Cuando encendí el primer cigarro del año, un zumbido en la cabeza intentó quitarme los tornillos que aún conservo y que cuido con fervor. El dolor era adyacente a mis ideas cotidianas por dejar el tabaco. Pero allí estaba, terco a tragarme la nicotina mientras deseaba enumerar los deseos para este año como si fuesen calcomanías de refrigerador. Pero una invocación poco habitual vino de repente. Así había empezado los últimos diez años de mi vida. Crudo, con la vista borrosa, con frío y fumando el primer y supuesto último cigarro de la lista de deseos para la aurora del año. No podía hacer tonto a nadie. Acababa de romper mi propia promesa. Sabía que ese cigarro era sólo el primero de muchos y que así se desbarrancarían los sueños. Con el último y ya. 
Entonces una llamada alteró el aterrizaje desde la modorra y los efectos de la resaca. Hablaba del otro lado de la línea una mujer llamada Roberta que buscaba a un tal Ramón Hortera. Investigador privado. Hice un mutis. Gruñí, pero la mujer no me dejó interrumpirla; parecía una de esas estafadoras telefónicas. Quería contratar a Ramón porque cuando amaneció el primero de enero, no encontró nada en su casa. Su marido, un abogado, la había limpiado por completo. Nada era nada. O apenas la cama. No sé. Cuando dijo nada, me dio hasta frío. Pero todo indicaba que estaba envuelto en una trampa. Si yo le decía que no era Ramón Hortera y le aclaraba todos mis datos, la trampa estaba consumada y era seguro que podría ser víctima de una estafa mayor, una extorsión. Así que decidí decirle que yo era Ramón Hortera. 
No fue necesario decir más. La mujer estaba segura que hablaba con Ramón Hortera. Dijo que había encontrado mi teléfono en Internet. Que sabía de varios casos en los que yo, o Ramón Hortera, había salido victorioso. Al parecer a este personaje le gustaba publicar en alguna parte de la red los casos que resolvía para promocionarse, sin embargo, también le daba por la poesía. Me felicitó, o felicitó por una cita que había escrito. Le agradecí el halago. 
El caso de la desaparición del marido de Roberta no sólo tenía pincelazos de un abandono marital, para lo que no necesitaba un investigador privado, sino un abogado experto en divorcios y por supuesto a la policía. Eso lo deduje porque habló de manchas de sangre. Debo confesar que mi cultura criminalística se basa en la afición a la serie de CSI, cosa que dista mucho de una realidad criminal. Pensé que Horatio Caine podría descifrar, a golpe de vista, los pequeños detalles que develaran si habría crimen o no. La cosa es que esa mujer comenzó a pedir ayuda a gritos. Lloraba. El nuevo año la había dejado pasmada. Con mi cruda traté de poner en orden las ideas. Mi cigarro estaba a punto de morir. Esta situación me recordaba un libro de Auster, Ciudad de Cristal. Pero ella estaba allí, pidiendo ayuda. —Es que lo engañé, fue la última vez y ya, se lo había prometido— dijo apurada por acabar la conversación y como una manera de explicarse todo. Sonó un ruido. Una detonación, no podría decir que un balazo porque nunca he oído uno. El zumbido de corte en el teléfono siguió a mi silencio. Miré el auricular como si pudiera ver a través de la línea telefónica la escena de Roberta. Apagué el cigarro y esperé que volviera a marcar buscando a Ramón Hortera.  Pasaron tres días y sonó el teléfono. 
Él le perdonó a ella que le hubiera engañado durante dos años tres veces por semana. Ella no le perdonó jamás que la hubiera perdonado… y disparó.

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