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La sal



El destino, el mundo o una fuerza poderosa me habían concedido estar en un infierno como el espectador privilegiado, en el escenario de mi decrepitud. Sólo algo mágico, brutal y poderoso sería capaz de sacarme de ese sitio. La magia. Entonces busqué entre mis papeles, entre mis contactos para enlazarme con el otro mundo, ese que se mueve  a pesar de nuestros movimientos. Hallé la tarjeta de presentación de Don Ramiro. Brujo blanco. Lector de cartas. Y espiritista consumado. 
Dudé antes de llamarlo para sacar una cita.
Luego de meditar un rato me decidí. Recordé que había llamado a todos mis conocidos para narrarles la pena de ser un desempleado, de buscar ayuda, consuelo o chamba. Sólo recibí ayes y palabras de lastimeras, —Si sé de algo te llamo— Otras veces mi suerte parecía mejorar. Hubo amigos que se apiadaban diciendo que tenían proyectos para el futuro y que en el futuro estaban colgados como un post it de la lástima. Un tío me dijo que para febrero estaría contratado en un mega proyecto, otro amigo dijo que para un lunes incierto comenzaba a trabajar. Con el tiempo fueron cayendo las promesas y las amistades. A uno me lo encontré en un centro comercial y me dijo su ya merito, ya casi está listo. El tío, por su parte nunca me llamó. Y como suele ocurrir en estos casos, los portazos en la nariz fueron cediéndose uno a otro, con amigos y personas que en otras ocasiones me habían pedido chamba, dinero o favores; entonces me veían como un apestado que les iba a pegar la mala suerte. Otros me quitaron el habla. Los más, ni siquiera respondieron a mis suplicas. Estaba mágicamente jodido. 
Don Ramiro era entonces la respuesta. La cita fue una mañana de invierno. Caminé por la cuesta del Panteón y donde caían las ramas de un sauce, se hallaba la puerta de mi destino. Pregunté a una anciana que vigilaba la puerta por Don Ramiro. Me saludó y me invitó a pasar. Dentro me esperaba un viejo regordete y simpático. En un cuarto que gobernaban imágenes de religiosa y la Santa Muerte de cabecera, me invitó a sentarme delante de su escritorio. Su respiración asmática me distraía. Me contó cosas que ni me interesaban. Yo estaba en silencio. No quería dar la mínima pista que le diera materia para engatusarme, para que me dijera lo que yo quería oír. De plano, sacó una bola de cristal. Miró como si de verdad mirara algo dentro y me pidió 300 pesos. Ya estaba. Necesitaba una limpia con huevos de guajolote. Lo mío no era tan malo, pero estaba lleno de veneno. De envidia. Me convenció. 

Al otro día llegué temprano a la limpia. La anciana me saludó, Don Ramiro me hizo pasar pero me dejó parado frente a un brasero. Ardía el incienso. Comenzó el ritual con rezos y permisos para que vinieran a curarme sanadores de otra dimensión. Entonces tomó los huevos de guajolote y los pasó por todo mi cuerpo haciendo carreteras imaginarias. Oraciones y huevos. En un momento, estalló por mi cuerpo una cascada de sal. “Miré” dijo con sorpresa. —Le echaron sal— Y en ese momento sentí un alivio. Había encontrado al culpable de mi suerte. La sal. Barrió el espacio que ocupó mi cuerpo en el ritual y me enseñó el resultado. Sal, sal, sal. Era un montón que bien ocuparía una tercera parte de un salero de mesa. —Le van a llamar para que salga de jodido— dijo el pequeño hombre. Salí de la casa de Don Ramiro más embrujado de lo que entré. No podía creer en el mundo mezquino, mágico, paralelo a mi creencia aristotélica estuviera lleno de gente que quisiera echar la sal para lastimar el destino y además fuese una réplica de mi vida. Que existieran las personas de comportamiento zafio. Caminé cuesta abajo repasando todos los movimientos del viejo. No había trampa. Estuve salado. Sólo me quedaba recibir la azúcar prometida. Aguardé por unos días la llamada mágica que compusiera mi vida de una vez y para siempre, pero nunca llegó. 
Comencé a ver a toda la gente bajo sospecha. Con miedo de que me echaran la sal. A desconfiar, a tomarme a pecho cualquier comentario. Me bañé con un jabón milagroso que apestaba a Zote. Ungí mi cuerpo con polvos para ahuyentar a las malas compañías. Pero todo ha sido contrario a mis deseos. La vida después de la limpia es una lata de sardinas. Estaba cruda y con una montaña de cosas que ni cumplía ni iba a cumplir por aguardar una promesa mágica de Don Ramiro. La vida, como si eso fuera poco, caía en picada bajo el signo del desastre. 
Han pasado varios meses y pienso volver con Don Ramiro a pedirle que me devuelva mi sal.  

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