Archipiélago
Ahora recuerdo. Una
tarde el mar estaba en mi habitación. La marea aun baja. Hombres a la deriva,
empeñados en nadar hasta la única tabla de salvación, un madero podrido en el
que me asía fuertemente para no descender a los infiernos. Los hombres peleaban
un lugar en el metro y medio de larguero. Mi corazón indecente no quiso
echarles la mano. –Ora, perros, a nadar– grité. El azar llevó un tifón embravecido
para sacudirme del madero como un toro bronco al jinete. Cuando una ola cambió
mi posición. Estaba nadando en aguas profundas. Los hombres dieron unas fuertes
brazadas y llegaron al madero. –¿Quién es el perro?– Dijo uno. Mis piernas
flotaban entre la densidad marina de la habitación. Una lámpara de mesa pasó
flotando a un a lado. Si no muero ahogado, muero electrocutado. Llené mis
pulmones hasta el máximo para luego sumergirme al fondo gris. Abrí los ojos. Mi
cama, estaba tendida. El closet cerrado. No había otra cosa que flotara. Perdí el
minuto de oxígeno haciendo malabares para hundirme bajo el agua. Regresé a la
superficie. Un sol entraba por las ventanas. Los cadáveres de mis oponentes los
hallé flotando de “muertito” entre la marea de aguas vivas. Llegué hasta una
isla, cerca del sofá cama, y estiré todos mis músculos para rendirme en un
sueño donde me veo escribir en piyama los rastros de un naufragio interior.