Barcelona en las rocas
Les presento a mi hija nonata y a su abuelo bastardo; este es un fragmento de la novela en la que estoy trabajando, y que en contra de mi cábala, les hago leer (bueno, mínimo llegar)Tentativamente llevará por nombre "Barcelona en las rocas"
y viene al caso por aquello de que ha salido a la venta el nuevo disco de Joaquín Sabina...
JOAQUIN SABINA EN EL REPRODUCTOR
No recuerdo ni la fecha ni el momento exacto; sólo recuerdo comenzar a tararear una letra de Joaquín que venía desde el corazón. Pero creo que fue cuando cumplí dieciséis cuando escuché por primera vez la canción de Caballo de cartón y supe de la existencia de un bendito narrador con rimas consonantes. Vivía entre la Juárez y San Fernando. En la era de las cintas magnéticas y los vinilos de cara negra. De madrugada abrí el celofán que cubría la portada del disco de Joaquín Sabina y Viceversa. El mini componente soltó de sus bocinas un gis apenas perceptible para la punta del diamante con bracito metálico de la torna mesa que roía la virginidad del vinilo. Pasaron las canciones y entendí que hasta ese mismo segundo no sabía escuchar nada a mí alrededor.
Entonces y hasta hoy no entiendo gran cosa de las tendencias de moda en la música, ni de los ritmos, formas o estridencias y la verdad poco me importa. El paraíso prometido lo hallé en la tinta de Joaquín. Me convertí al Sabinismo (o lo inventé) por falta de padre; convertí a los paganos a fuerza de citas sabinianas y bautizos de canciones que hasta entonces sus mentes habían descubierto. Hubo quien halló el sendero y quien quemó las naves con Luis Miguel. Condené a sus detractores como retrasados mentales. Pasé por un acto de fe que me iluminó la vida, o la oscureció, según la vía por la que se ande. Fue un acto de fe porque nadie, ni nada me incitó a conocer el exordio de Joaquín Sabina. Estaba lloviendo esa tarde y tomé el disco que una semana antes había comprado. En una reminiscencia líquida regresa ese momento, al ver la pila de novedades y las portadas de músicos plastificados fui a dar con Sabina. No tenía alardes publicitarios en la fotografía principal, apenas una batería cubierta con una luz en tonos metálicos y el título Viceversa con luces de neón rojas coronando el previo de un concierto vil y vulgar en los trashumantes años ochenta. Confié en la portada desvalida, que allá por las hileras de importación danzaba como una mosca en la nieve. Nadie me dijo una maldita seña del autor, entonces me arriesgué a gastar mi semana en un disco doble de un cantante, para mí y para muchos mexicanos, desconocido. No lo quise escuchar de momento. Tenía mi ritual. A la fila de espera hasta que viniera una tarde de soledad.
Desde entonces he sido fiel a una extraña religiosidad que condicionó mi libertad o liberó mi condición de vaca pastando en verano, qué se yo. Y no es poco. Hablaba de un país que no conocía. De historias míticas y mitóticas abriendo las fauces cariadas de una sociedad que se exacerbaba por las palabras coño, culo, mierda… Las canciones de Joaquín me expropiaron el espanto, la timidez y me llevaron a ensañarme con las palabras como con el pubis de mi mujer. Oh Dios. Como olvidar a los infieles, los listos de siempre, los engomados intelectuales que le ponen trabas al Mesías, o que lo ultrajan, tomándolo como bandera para intelectualizar la estupidez de su humanidad. Sabina es cutáneo. O lo sientes o lo olvidas en una pista de baile.
Pasé del soñar al hacer. Convertí las letras en un apostolado, en un Máster del deseo. Comencé a darme mi tiempo para encontrar las reliquias de mi corazón. Comencé a descubrir lo que sabía. El mester de juglaría en contra del mester de clerecía. Lo sabinesco al punto y seguido me representaba una vida llena de excesos y mundos continuados, paraísos sin promesa, despedidas de locura. Como la nicotina, quise probar más y más seguido de lo que hablaban en una práctica de ensayo y error. Como un explorador quise llenar de sentido la poesía; saber a qué saben las camas vacías, las despedidas, los paraísos perdidos y las vueltas a casa al amanecer.
No recuerdo otra música.
Nací con las canciones de Sabina.
y viene al caso por aquello de que ha salido a la venta el nuevo disco de Joaquín Sabina...
JOAQUIN SABINA EN EL REPRODUCTOR
No recuerdo ni la fecha ni el momento exacto; sólo recuerdo comenzar a tararear una letra de Joaquín que venía desde el corazón. Pero creo que fue cuando cumplí dieciséis cuando escuché por primera vez la canción de Caballo de cartón y supe de la existencia de un bendito narrador con rimas consonantes. Vivía entre la Juárez y San Fernando. En la era de las cintas magnéticas y los vinilos de cara negra. De madrugada abrí el celofán que cubría la portada del disco de Joaquín Sabina y Viceversa. El mini componente soltó de sus bocinas un gis apenas perceptible para la punta del diamante con bracito metálico de la torna mesa que roía la virginidad del vinilo. Pasaron las canciones y entendí que hasta ese mismo segundo no sabía escuchar nada a mí alrededor.
Entonces y hasta hoy no entiendo gran cosa de las tendencias de moda en la música, ni de los ritmos, formas o estridencias y la verdad poco me importa. El paraíso prometido lo hallé en la tinta de Joaquín. Me convertí al Sabinismo (o lo inventé) por falta de padre; convertí a los paganos a fuerza de citas sabinianas y bautizos de canciones que hasta entonces sus mentes habían descubierto. Hubo quien halló el sendero y quien quemó las naves con Luis Miguel. Condené a sus detractores como retrasados mentales. Pasé por un acto de fe que me iluminó la vida, o la oscureció, según la vía por la que se ande. Fue un acto de fe porque nadie, ni nada me incitó a conocer el exordio de Joaquín Sabina. Estaba lloviendo esa tarde y tomé el disco que una semana antes había comprado. En una reminiscencia líquida regresa ese momento, al ver la pila de novedades y las portadas de músicos plastificados fui a dar con Sabina. No tenía alardes publicitarios en la fotografía principal, apenas una batería cubierta con una luz en tonos metálicos y el título Viceversa con luces de neón rojas coronando el previo de un concierto vil y vulgar en los trashumantes años ochenta. Confié en la portada desvalida, que allá por las hileras de importación danzaba como una mosca en la nieve. Nadie me dijo una maldita seña del autor, entonces me arriesgué a gastar mi semana en un disco doble de un cantante, para mí y para muchos mexicanos, desconocido. No lo quise escuchar de momento. Tenía mi ritual. A la fila de espera hasta que viniera una tarde de soledad.
Desde entonces he sido fiel a una extraña religiosidad que condicionó mi libertad o liberó mi condición de vaca pastando en verano, qué se yo. Y no es poco. Hablaba de un país que no conocía. De historias míticas y mitóticas abriendo las fauces cariadas de una sociedad que se exacerbaba por las palabras coño, culo, mierda… Las canciones de Joaquín me expropiaron el espanto, la timidez y me llevaron a ensañarme con las palabras como con el pubis de mi mujer. Oh Dios. Como olvidar a los infieles, los listos de siempre, los engomados intelectuales que le ponen trabas al Mesías, o que lo ultrajan, tomándolo como bandera para intelectualizar la estupidez de su humanidad. Sabina es cutáneo. O lo sientes o lo olvidas en una pista de baile.
Pasé del soñar al hacer. Convertí las letras en un apostolado, en un Máster del deseo. Comencé a darme mi tiempo para encontrar las reliquias de mi corazón. Comencé a descubrir lo que sabía. El mester de juglaría en contra del mester de clerecía. Lo sabinesco al punto y seguido me representaba una vida llena de excesos y mundos continuados, paraísos sin promesa, despedidas de locura. Como la nicotina, quise probar más y más seguido de lo que hablaban en una práctica de ensayo y error. Como un explorador quise llenar de sentido la poesía; saber a qué saben las camas vacías, las despedidas, los paraísos perdidos y las vueltas a casa al amanecer.
No recuerdo otra música.
Nací con las canciones de Sabina.