La otra semblanza
Pero si me dan a
elegir,
entre todas las vidas
yo escojo, la de pirata cojo…
J. Sabina
En
una de esas coincidencias de una mañana de primavera guanajuatense, cuando
terminaba de abonarle elementos a mi página web y de hacer juegos de memoria
por clasificar mi vida entera en una semblanza, llegó, en un movimiento
inadvertido a mis manos, o mejor dicho, a mis ojos, un texto de Hernán Casiari
que no tiene desperdicio. Hablaba acerca de lo dicho en las hojas de vida, la
creación de nuestra semblanza, el currículum y nuestra hoja de vida y los
estándares que se deben de poner como caramelos de colores: libros, premios,
charlas… Dice Hernán que “Si en lugar de personas fuésemos gobiernos, nuestras
biografías serían un medio oficialista vergonzoso. Una mirada obsecuente sobre
nuestra propia gestión”.
Entonces quedé en blanco. ¿Quién soy realmente? ¿Quién
debería de escribir nuestra semblanza? Hernán lo resuelve colocando cuatro
textos de dos amigos y dos enemigos que hablen de él para dejar la cosa neutral
y hasta cierto punto objetiva. Sería un excelente ejercicio elegir al enemigo,
al ser que más te odie para firmar una semblanza. Pensé en tres candidatos para
realizar la anti- semblanza: un periodista que se cree intelectual, una
filósofa que hace radio y en una universitaria y diseñadora de interiores
impresentable. Estoy seguro que las candidatas me pondrían en un lugar al que
no deseo ir. Sin miedo se lanzarían al cuello y mostrarían mi rostro más odioso
y vil. El lado b que podría aterrizar en una parte que soy en realidad. Un día
haré el ejercicio imaginario. (Ya lo veo: Ricardo es un mal escritor.
Desgraciadamente nació en León, en 1973
y bla, bla bla… Sangre. )
Recordé mi primer nota biográfica en una revista de Tierra
Adentro. “Joven escritor” Brinqué de gusto. Resolvía entonces todas mis dudas
existenciales. Joven escritor guanajuatense, para más datos. Pero en el fondo
me sonaba a promesa, larga, lejana y olvidada. A un, “a ver si aguanta”. Luego
los años pasaron y ya no quedaba en la juventud de las promesas. La ficha
biográfica tuvo su caducidad y después de 24 años la sentencia, según la lógica
de los editores quedaría en escritor “viejo”. A secas.
¿En qué momento sabemos que nos graduamos del oficio, quién
nos da el título?
Pues bien, nací en una familia de comerciantes que
comenzaban las labores apenas despuntaba el día. En la parte baja de la casa de
la abuela había una tienda de ropa.
Aprendí el oficio de vendedor como se aprende el lenguaje; oyendo.
Escuchaba a mi abuela iniciar una conversación con los clientes antes de
cualquier cosa, hablaban de la familia, del clima, de la ciudad. Mi abuela
siempre preguntaba por los hijos, el trabajo, el estado de ánimo. Frente al
mostrador quedaba una hilera de sillas para que los clientes pudieran quedarse
a charlar. Ya en el desenlace de la conversación se llegaba al punto de la
venta, de lo que quería el cliente y de los asuntos mercantiles. Al final todos
quedaban contentos.
Recuerdo la primera vez que tuve que interactuar con una
cliente gorda y esponjosa que había pedido dos tallas menos de la suya.
Entonces yo no tenía el buen tino de calcular la medida de un cuerpo. Entre la
talla 36 y la 40 no distinguía los kilos de por medio. La mujer entró a
probarse el vestido. Tardó una eternidad. Cuando salió del vestidor, la imagen
de la señora sumiendo la barriga y aguantando el aire fue una de las peores
escenas que había registrado hasta entonces. Un chorizo morado. Dio un giro
sobre su eje para mirarse de cuerpo entero frente a un espejo largo y enseguida
me miró. -¿Qué te parece güero?- dijo con aplomo. Sólo atiné a decir -Se ve muy
bonita señora, ¡muy bonita!
Sonrió. –Ay, que chulo güero– Y se
metió al vestidor. Salió con la ropa en la mano. Pagó y se marchó muy contenta.
Ese día vendí el primer vestido de mi vida.
Sin saberlo
le modifiqué la semblanza. Y sin más me convertí en vendedor.
Leí en un cartel de la Unidad Belén, donde, en la última
fila del programa de una feria de libros, añaden la actividad de la
presentación de la revista de cuento con un tímido párrafo que dice
“presentación de Ficcionaria”. Ricardo García. Editor”.
Sospecho que el que redactó eso, será un candidato a
redactar mi anti- semblanza. Y no porque él me considere editor, es una de las
actividades que he hecho desde 1989, sino porque dejó de lado todo el glamour
de “Director de revista literaria”. Publicitariamente suena más atractivo,
seductor y dice de qué va lo de Ficcionalia. Lo cierto es que soy editor.
Esta triquiñuela semántica de los
organizadores, me hace acordar de los oficios que he omitido en mis hojas de
vida, en las semblanzas con el afán de darle brillo, lustre a un fragmento de
mi existencia sin pensar claramente en todas esas tareas que me han dando de
comer y que deberían de colocarse en primera fila.
Lo que más llama mi atención es que
editor es uno de los oficios que he omitido en la hoja de vida, por lo que
estoy dispuesto a reivindicar mi error y salvar de esas noches de insomnio en
la redacción de mis fichas bibliográficas en tercera persona a los otros
oficios que me han dado sustento más que un título pomposo.
Quedaría mi primer intento, más o menos así:
Ricardo
García. 1973. Nació en León pero ha vivido siempre en Guanajuato. Se
desempeñó desde temprana edad como vendedor de ropa. Dobló camisas, corbatas,
envolvió regalos y conoció de tallas y telas, desde el casimir hasta la terlenka.
Años más tarde trabajó en las primeras tiendas de suvenires del Cervantino. Vendió
tazas, playeras, llaveros y sudaderas. Como animador de fiestas, ponía su equipo de música. Se desempeñó como
cantinero a lo largo de 17 años. Conoció de cocteles y vinos. Cervezas y
tequilas. Resguarda la regla del buen cantinero, la discreción ante todo.
También hizo las funciones de cajero, mesero, cargador de cajas de cerveza,
auxiliar de contador y saca borrachos. Más tarde, consiguió un trabajo como reportero
de sucesos en un extinto periódico local. Vendió productos ecológicos, tortas
de medio kilo; fungió como edecán en dos informes de gobierno, cargador de
cables en una productora de video leonesa, fotógrafo de personajes políticos
para una productora de Jalisco.
Como vendedor de
café, manejó máquinas de vapor y eléctricas; sabe hacer capuchinos y
americanos. Entre sus logros se le reconoce el invento del café Mandrágora.
También conoce las funciones de lavaplatos. En un tiempo fue analista de
información. Vendedor de publicidad para revistas. Apostador de Melate. Como
buscador de empleo se destacó por visitar cerca de 19 empresas, hacer otro
tanto de entrevistas y enviar 17 proyectos a sus amigos, todo esto en menos de
seis meses. También se desempeñó como cobrador de rentas.