La mandrágora café 1 (relato)

En esa época trabajaba en un viejo café que se llamaba la Mandrágora, en el corazón de la ciudad. Lo había inaugurado apenas con siete mesas prestadas por una tía  y una cafetera que conseguí en una rebaja en los anuncios clasificados del periódico. 
En ese tiempo sólo pensaba en escribir cuentos y vender café, convencido que en una de esas, quedaría aplastado por una vida bohemia y por qué no decirlo, una vida de calavera con un local de café donde pasaría el tiempo leyendo, fumando y vendiendo capuchinos.
En el local, ponía revistas de Vuelta y Viceversa, prestaba algunos libros y al atardecer llegaban amigos a conversar de literatura, de cine y de cualquier eventualidad de la ciudad que tuviera que ver con la cultura.
Entonces las noches se alargaban en esquirlas de palabras; sosteníamos charlas ligeras de nuestros autores preferidos, reflexionábamos acerca de los derroteros de la vida literaria en Guanajuato y apostábamos por la siguiente generación de literatos que, entonces, seríamos nosotros.  Había poetas y cuentistas. Había amigos de barrio con quien compartía el gusto por la literatura y también aterrizaba gente que en su vida había leído un libro. De todos aprendí que en el tiempo de ocio crece la creatividad para estirarlo y no hacer nada. Yo no quería hacer nada. Era inquieto. Pero la Mandrágora estaba para eso. Para el tiempo de ocio. Para escuchar ideas y hacer apuntes. No estoy seguro, pero de allí experimenté la creación de varios personajes guanajuatenses y de la década del noventa. En ese tiempo, recibí una beca para escribir un libro de cuentos que me ayudaba con penuria a sobrellevar la recién estrenada vida de licenciado por la que tanto me había esforzado y a la que tanto le había cargado expectativas.  La paradoja era simple. Ganaba más de las letras que de mi carrera universitaria. Pues eso. Hacía lo que se me pegaba la gana.
Pero la inercia para emplearme en algo relacionado con mi trabajo, recibir un sueldo y aplicar mis conocimientos para el bien de la sociedad seguía dándome vueltas como mosquito de noches de verano.
Con apenas unos meses como egresado, visitaba por las mañanas a un viejo maestro que mantenía una oficina de información y que entonces, me prometía un trabajo pomposo una vez que concluyera un proyecto muy importante con gente influyente del gobierno. Pasaba a visitarlo cuando rayaba la mañana y cuando él comenzaba a beber güisqui en la mesa rústica de comedor que usaba de escritorio. Charlaba de muchas cosas. Era ocurrente, pero yo estaba quebrado, iniciar un negocio no era la respuesta idónea para conseguir dinero contante y sonante porque iniciar un negocio necesita de capital;  así que no podía estar escuchando las memorias de un viejo encaramado en glorias pasadas que bocetaba trabajos ilusorios. Decía mi padre que prometer no empobrece, pues el maestro era rico, porque en más de una ocasión me citaba para comentarme de un proyecto que nunca se llevaba a cabo y terminaba fumándome historias de su vida en Europa. Trazaba castillos imaginarios en su mesa, donde se haría, de la noche a la mañana, famoso. Y acto seguido, me daría un trabajo bajo su sombra.
Cualquier recién egresado que no se jacte de cambiar el mundo nomás con su sapiencia, que lance la primera piedra. Entonces me veía recibiendo un cheque jugoso. Dirigiendo a un montón de súbditos y regodeándome con las mieles del poder, mientras me daba tiempo para escribir en los ratos de ocio en la Mandrágora.
Ese hombre me daba esperanzas, ilusiones. Cosa que vendía muy bien. Pero yo no adivinaba, que sólo quería una especie de discípulo que escuchara sus ocurrencias, que celebrara sus logros, que decorara su ego teca. A la gente le llamaba gentita… Escondido tras la envidia del desempleo o de un autoempleo en el anonimato, todos los que ostentaran un cargo eran pendejos y no sabían lo que hacían. Sólo él tenía la fórmula para resolver, sin más, el estado de cualquier cuestión. El y yo estábamos en los polos opuestos; él en la debacle de su vida y yo apenas saliendo del cascarón.  
Desapareció de mi vida cuando consiguió un trabajo importante en el gobierno y me borró de su lista, se mudó de su oficina y nunca me contestó el teléfono. Ese primer mandoble en la vida profesional, me enseñó que uno escoge a sus maestros; los maestros nunca deben escoger a sus alumnos.
Quedé pasmado porque lo que se me cayeron fueron las ilusiones profesionales. Seguía quebrado. La Mandrágora siguió de acicate y me prometía un sitio reconfortante para escribir. Un sitio donde podrían crecer algunas ideas narrativas. Me concentré en lo que tenía: en la realidad y el presente (¿Hay otra cosa?). La beca. Escribí el libro de cuentos. Asistí cada mes a una reunión de trabajo con un tutor impresentable que nunca leyó mis cuentos. Era un fiasco. No resolvía mis dudas y me decía que estaba bien a secas. Y decir bien a secas es un disparate cuando se trata de literatura. Una vez, un compañero becario. Borracho de tiempo completo llegó a la reunión mensual con un sobre cerrado. Una correspondencia del concurso de cuento Max Aub que mantuvo a la vista de todos los compañeros durante la sesión. Era un viejo, así que miraba de soslayo a los imberbes reunidos en el museo del Pueblo. Ese día, estaba cándido y más borracho que de costumbre. Dijo algunas ebriedades y al final, cuando el tutor estaba cerrando la reunión, tomó la palabra, cogió el sobre y con toda seriedad, le pidió al tutor que le hiciera el honor de abrir la misiva y leerla en público.  Él estaba seguro que las noticias que contenía la carta eran tan relevantes como que lo notificaban ganador del premio Max Aub. La cara de aquel hombre festejaba de antemano algo prácticamente imposible. Era pésimo. No distinguía un cuento de una novela.  Pero le sobraba seguridad, o soberbia o copas.
-Ábrala- farfulló entre las barbas amarillas hacia el tutor. El maestro, sin la costumbre de leer los trabajos de los becarios, quedó fuera de lugar y con una sorna criminal le dijo algo así que él no leía correspondencia privada. Insistió el borracho con amabilidad.
-Ábrala por favor, para que la lea a los compañeros- dijo con una mirada satisfecha que danzó por la sala. El tutor se levantó y le dejó la mano estirada. Todos los presentes hicimos lo mismo, voltear hacia el mural de Chávez Morado. El hombre, paralizado por la reacción, reculó la mano y se acomodó en la silla. Hice lo mismo que él. Debía aguardar el desenlace. En una de esas lo habían premiado y se convertiría en una celebridad. Abrió el sobre. Sus manos temblaban, la barbilla se movía como si fuese un ataque epiléptico. Entre la borrachera y la emoción del rictus del viejo, asomaba la reacción esperanzadora de salir victorioso y alcanzar al tutor para echarle en la cara que era un campeón. Cortó el sobre de una punta y extrajo la carta. La leyó de un tirón. La barbilla comenzó a temblar con furia y escondió la carta entre unos papeles junto a su vergüenza. Cuando miró a todas partes, como si lo hubieran descubierto robando una pulsera de diamantes y su mirada estaba a punto de cruzarse con la mía, cambié la dirección de mis ojos a un rostro fantasmagórico de un español en el mural de Chávez Morado. Me levanté de mi asiento y salí de la capilla del museo Del Pueblo para camuflarme entre los otros becarios.
Sentí pena porque acababa de presenciar un K.O de un escritor en ciernes, una muerte natural por fracaso, una decepción de un hombre viejo que pretendía escribir una novela. Nunca volvió a las sesiones, ni escribió nada más. Supe después que pasaba sus días escuchando la radio de la Universidad y por supuesto, bebiendo licor barato.
Seguí escribiendo el libro de cuentos. El tutor, por su parte, siguió cobrando su cheque sin cambiar la frase de “está bien”. Entre los días y las horas que se suceden a la creación hay más angustia de lo que uno puede imaginar. Hay más lecturas que horas frente a la hoja en blanco. Y en mi caso, hubo más capuchinos que americanos cuando hacía el libro de Alevosía. Ya verán...  

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