Bienvenido




Odiaba Guanajuato. Odiaba todo. La primera llamada del teléfono le siguió a una imagen que le llegó apenas entraba en la viaje casa de San Roque, entre la media noche y el último campanazo de la iglesia. Morir. 
Solamente descolgó el teléfono sin saber que, después de ese momento, no iba a dormir jamás. La luna colgaba encima del campanario y detrás, en un montón de nubes, circulaba la madrugada. Del garrafón tomó un vaso de agua y puso sobre la mesa del comedor los codos, recargó la cabeza en una lánguidamente para lanzarse al olvido. Era ya un domingo, las calles palidecían entre los adoquines milenarios. Miró el cuerpo del teléfono pesadamente. Nadie podía llamar a esas horas, a menos que fueran algunas noticias verdaderamente importantes. Entonces pensó en Otilia. Luego de la ruptura, había pasado un buen rato de coraje que no deseaba volver a encender. Si acaso ella llamaba era para pedirle otra vez los viejos discos de Sabina. Era un asunto concluido.
—Que se vaya a la chingada.
Acabó de tomar el último trago cuando decidió contestar el teléfono. Si tenía que mandar al diablo a Otilia, sólo le quedaba hacerlo. 
— ¿Quién habla?— preguntó escamado. 
—Llamo porque no podía dormir— contestó desde el otro lado de la línea una voz de mujer, enturbiada por la modorra. Estaba seguro que el aliento olería a caño. De momento quiso reconocer la voz de Otilia, pero ningún registro de la memoria lograba hacerle llegar al presente un timbre parecido. — ¿Con quién quiere hablar?— machacó antes de dejar entra una conversación. En el fondo quería que fuese Otilia, pero la voz era aguda y rencorosa. 
La mujer llamaba porque no quería dormir. Dijo que otros le habían colgado en un acto de espanto, pero ella le suplicó que no colgara. Había tenido un pésimo día. Las cosas no se detienen. El mundo sigue girando, es un ser que no duerme. Dormir es reaccionario. Hay que combatirlo. Pero el propósito de la llamada no se hallaba en interrumpir el sueño, sino en no volver a soñar. 
Le pareció de lo más sensato lo que aquella mujer acababa de decir. Entonces imaginó a Otilia en una playa lejana, intoxicada de aire de trópico y con la piel calcinada por los rayos de sol. Y también se le volvieron los recuerdos de una vez que anduvieron por la orilla de la presa de la Olla, invocando al espíritu de la luna. Y los besos. Y los abrazos calientes. Y recordó que no tenía dinero para el boleto de regreso y caminaron dos kilómetros para volver a la casa. La soledad estaba presente como una pesada roca. Se vio ladrando sus pesares a una desconocida y desconsolada mujer que quería suicidarse. El miedo le machacó las plantas de los pies. Trepó hasta el estómago y le encajó ese vértigo helado de los abandonados. Su interlocutora moría de lo mismo, se abrazaba a un pasado canceroso, muerto, infame. Un hombre perdido, un hueco en la almohada, sexo pantuflero, un café helado, un teléfono muerto… En cada palabra de esa mujer parecía calcar su propia imagen. Fue perdiendo el miedo o ganando valor. 
Se levantó de la silla para asomarse a través de la ventana como si quisiera encontrar un rostro, al tiempo que la mujer del teléfono le advirtió que quizá todo era un sueño, que quizá le salvaría la vida, que tenía mil posibilidades para vivir y ninguna para morir. —Bienvenido a tu vida— dijo y colgó.  
Desde el campanario de San Roque revolotearon unos murciélagos que pintaban un rayo negro a la mitad de la luna.  

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