Crónica de asfalto
Mi familia y yo fuimos dejando atrás, unas vacaciones estupendas, poniendo distancia a las playas de Ixtapa. De frente quedaba un recorrido de 500 kilómetros de asfalto que se reducía a seis horas. A las siete de la mañana asaltamos la carretera con las provisiones fundamentales; café, jugos y pan. Descendimos hasta la Hidroeléctrica el Infiernillo cuando los cactus iban bañándose de un sol tibio del amanecer. Cruzamos los puentes de metal y cuesta arriba nos hicimos de las montañas que coronan la zona de la presa; como un acto de magia, aparecieron los pinos y la zona boscosa que corona la zona de Michoacán. Las niñas veían una película de Winnie Poo mientras que mi esposa y yo recordábamos la playa del pacífico, los arrecifes de coral, los manglares y sus cocodrilos, el snorkel en las aguas mansas de la Isla de Ixtapa, las comilonas, la cena con pasta y tinto, el encuentro maravilloso con Craig y Judy… Entonces ocurrió de pronto. En mitad de la carretera, a unos cien metros de Pátzcuaro vimos a lo lejos lo que parecía un accidente. A mitad de los dos carriles estaba varado un autobús humeante, una camioneta cuatro por cuatro y una pequeña estaquitas carbonizada que en conjunto formaba una barricada. Pasamos por una pequeña oquedad que permitía el paso y seguimos con rumbo a Morelia. Un pequeño grupo de autos se aglutinó y seguimos tragando kilómetros. La mañana que había permanecido serena fue dándose al traste conforme avanzábamos a la primer caseta de cobro. La desolación, un profundo aliento de soledad y de sofoco, no dejaba dudas que estábamos pisando terreno en llamas, una soledad de esas que abruman y que recordaron esos parajes de Serbia y Sarajevo en la guerra de los Balcanes.
8:45 En un avance desesperado por llegar a un pueblo y conocer noticias de los sucesos, seguimos en un naufragio de asfalto. El espejo retrovisor sólo reflejaba un camino sinuoso y frío. Al acercarnos a la caseta de cobro que bifurca Uruapan y Morelia, una fila de más de diez kilómetros de trailers detuvo el paso. Rebasamos la línea en sentido contrario y vimos lo que no deseábamos ver. La caseta de cobro asaltada, en llamas, con gente que iba de un lado a otro, con choferes que esperaban poder salir de esa ratonera en la que el enemigo era cualquiera. Nadie daba indicaciones, nadie estaba alli por ayudar. El saqueo y la rapiña merodeaban en la confusión de quienes no dejábamos de movernos. Detenerse era contar los minutos para una tragedia. No fue hasta que salimos en sentido contrario a la carretera que nos llevara a Morelia.
9:10 En la línea que puntea la carretera vimos que apareció en fila india, frente a nosotros, un convoy de la policía federal. Camionetas blindadas y tanquetas con policías apertrechados en el toldo, apuntaban con sus metralletas de alto calibre al horizonte. Uno tras otro, hasta cuantificar treinta se iban esparciendo rumbo a Apatzingán. Si en un momento dado, se siente alivio, en otro, muy cercano se siente terror. Llegamos a la última caseta de peaje que despunta a Morelia donde no acababan de aparecer más efectivos federales y otros camiones del ejército. Al intentar traspasar la caseta nos quedamos atorados en la barricada con rastros de mayor violencia. Un reportero fotografiaba la escena y trataba de no dar más señas y sólo apuntaba la cámara del teléfono a los agujeros de bala que cruzaban los cristales. Al frente estaba un trailer de combustible calcinado que frenaba cualquier avance y vimos que el lugar por donde pasaban los efectivos militares era a campo traviesa. Estábamos atrapados. Mi mujer trató de comunicarse con un soldado buscando salidas. El soldado nos miró con la desconfianza de la guerra y el miedo a la batalla. Su mirada era extraviada. Su mente, seguro estaba concentrada en el gatillo de su metralleta. Negó con la cabeza pero estamos seguros que ni siquiera escuchó nuestras palabras. Como pudimos retornamos a la carretera con el terror de seguir las pisadas de los federales que iban a chocar contra un ejército de cobardes.
9:40 En una ratonera. Esta expresión es lo que mejor describe la vuelta del viaje en ese tramo de carretera desolada. Retornar significaba ir a encontrarse con el frente de batalla. Seguir significaba esperar a que los sicarios nos robaran la camioneta y nos dejaran en un despoblado, como lo más leve que nos podría ocurrir. Flotamos en esa ratonera. Vimos la caseta de Uruápan. Los camiones incendiados. La gente escapando con lo que quedaba. La idea era no detenerse. Por fin vimos una salida, luego de un connato de histeria que se apoderó de nuestra camioneta. Ir a un pueblo abandonado o buscar la salida a Pátzcuaro. Un rayo de luz hizo que las aguas regresaran a su cauce. Encontramos la salida a la carretera libre. Pasamos quince kilómetros hasta llegar a la ciudad, vimos la zona lacustre de Michoacán y la isla de Janitzio. La ciudad parecía funcionar con normalidad hasta que nos detuvimos en una gasolinera.
10:20 Llenamos el tanque y tratamos de estabilizar las emociones sintiéndonos con un poco más de seguridad. Hablamos con el despachador de gasolina, un joven de piel lisa y morena, de cachetes gordos que sólo sabía de chismes y oídas. La cosa estaba ardiendo, dijo, pero que llevaban dos días los zafarranchos, apenas empezaba el día y hasta la noche. Desde Apatzingán hasta Morelia. Cuando le preguntamos del acceso a Morelia, nos dijo que la pipa de gasolina ya había surtido la estación. Así que creía que ya estaba libre para llegar a la capital. Arrancamos.
10:29 El camino que lleva a Morelia fue tranquilo, pero cualquier auto que se acercaba o cualquier camioneta con la que nos topábamos era una amenaza. Era el enemigo. Un peligro latente, desconocido. Todas las camionetas tenían los vidrios polarizados. Andaban a media velocidad. En ese paréntesis pensé en los enemigos de México que vienen a ser los enemigos pequeños que acechan desde el otro lado de la casa; recordé a los escritores que se gozan con diarreas de violencia y exaltan el modo de vida de los delincuentes hasta elevarlos a una categoría de héroes, mamarrachos de héroes que se atienen al terror y la artrosis mental de la creatividad del autor. El reflejo de la tendencia de la literatura esperpéntica del narco sólo evidenciaba una imagen que me llegó a la cabeza. Si esos escritores escuchan un tiro, seguro se orinan en lo calzones. Pero aprovechan la tendencia mediática para adjetivar una situación que de tan sólo sentirla de cerca enmudece, como el rostro de aquel soldado que iba a la guerra. Entonces pensé en los enemigos que se tiene sin quererlo. En un tal Sergio Calderón Gama que la última vez me acusó de soberbio y vanidoso en mi blog por puro gusto y que tan solo lo recordé porque es lo que representa la idiotez y la estulticia de quien ataca detrás de un pseudónimo y se pierde entre las sombras de la mediocridad. Esta situación clonada nos pone de espaldas contra las cuerdas. Es en menor escala, pero en el mismo nivel de cobardía, un acto como las llamadas de los delincuentes para extorcionar impunemente. Pensé que mi patria estaba en la camioneta, en la mirada de mis hijas, en su risa. Que mi patria eran mis hijas y mi esposa. Mas si osare un extraño enemigo…
11: 20 Pasamos Morelia sin sobresalto. Vimos en la entrada los restos de los autobuses. Nos hundimos en el tráfico de la media mañana y salimos por el libramiento hasta quedarnos con la última imagen de una gasolinera en llamas y un camión con soldados.
13:00 Cruzamos el lago de Cuitzeo y pasamos el límite estatal sin hallar ni una patrulla, ni un retén, ni un policía. El infierno parecía haber quedado atrás. Nos despedimos de Michoacán, creo que para siempre.
8:45 En un avance desesperado por llegar a un pueblo y conocer noticias de los sucesos, seguimos en un naufragio de asfalto. El espejo retrovisor sólo reflejaba un camino sinuoso y frío. Al acercarnos a la caseta de cobro que bifurca Uruapan y Morelia, una fila de más de diez kilómetros de trailers detuvo el paso. Rebasamos la línea en sentido contrario y vimos lo que no deseábamos ver. La caseta de cobro asaltada, en llamas, con gente que iba de un lado a otro, con choferes que esperaban poder salir de esa ratonera en la que el enemigo era cualquiera. Nadie daba indicaciones, nadie estaba alli por ayudar. El saqueo y la rapiña merodeaban en la confusión de quienes no dejábamos de movernos. Detenerse era contar los minutos para una tragedia. No fue hasta que salimos en sentido contrario a la carretera que nos llevara a Morelia.
9:10 En la línea que puntea la carretera vimos que apareció en fila india, frente a nosotros, un convoy de la policía federal. Camionetas blindadas y tanquetas con policías apertrechados en el toldo, apuntaban con sus metralletas de alto calibre al horizonte. Uno tras otro, hasta cuantificar treinta se iban esparciendo rumbo a Apatzingán. Si en un momento dado, se siente alivio, en otro, muy cercano se siente terror. Llegamos a la última caseta de peaje que despunta a Morelia donde no acababan de aparecer más efectivos federales y otros camiones del ejército. Al intentar traspasar la caseta nos quedamos atorados en la barricada con rastros de mayor violencia. Un reportero fotografiaba la escena y trataba de no dar más señas y sólo apuntaba la cámara del teléfono a los agujeros de bala que cruzaban los cristales. Al frente estaba un trailer de combustible calcinado que frenaba cualquier avance y vimos que el lugar por donde pasaban los efectivos militares era a campo traviesa. Estábamos atrapados. Mi mujer trató de comunicarse con un soldado buscando salidas. El soldado nos miró con la desconfianza de la guerra y el miedo a la batalla. Su mirada era extraviada. Su mente, seguro estaba concentrada en el gatillo de su metralleta. Negó con la cabeza pero estamos seguros que ni siquiera escuchó nuestras palabras. Como pudimos retornamos a la carretera con el terror de seguir las pisadas de los federales que iban a chocar contra un ejército de cobardes.
9:40 En una ratonera. Esta expresión es lo que mejor describe la vuelta del viaje en ese tramo de carretera desolada. Retornar significaba ir a encontrarse con el frente de batalla. Seguir significaba esperar a que los sicarios nos robaran la camioneta y nos dejaran en un despoblado, como lo más leve que nos podría ocurrir. Flotamos en esa ratonera. Vimos la caseta de Uruápan. Los camiones incendiados. La gente escapando con lo que quedaba. La idea era no detenerse. Por fin vimos una salida, luego de un connato de histeria que se apoderó de nuestra camioneta. Ir a un pueblo abandonado o buscar la salida a Pátzcuaro. Un rayo de luz hizo que las aguas regresaran a su cauce. Encontramos la salida a la carretera libre. Pasamos quince kilómetros hasta llegar a la ciudad, vimos la zona lacustre de Michoacán y la isla de Janitzio. La ciudad parecía funcionar con normalidad hasta que nos detuvimos en una gasolinera.
10:20 Llenamos el tanque y tratamos de estabilizar las emociones sintiéndonos con un poco más de seguridad. Hablamos con el despachador de gasolina, un joven de piel lisa y morena, de cachetes gordos que sólo sabía de chismes y oídas. La cosa estaba ardiendo, dijo, pero que llevaban dos días los zafarranchos, apenas empezaba el día y hasta la noche. Desde Apatzingán hasta Morelia. Cuando le preguntamos del acceso a Morelia, nos dijo que la pipa de gasolina ya había surtido la estación. Así que creía que ya estaba libre para llegar a la capital. Arrancamos.
10:29 El camino que lleva a Morelia fue tranquilo, pero cualquier auto que se acercaba o cualquier camioneta con la que nos topábamos era una amenaza. Era el enemigo. Un peligro latente, desconocido. Todas las camionetas tenían los vidrios polarizados. Andaban a media velocidad. En ese paréntesis pensé en los enemigos de México que vienen a ser los enemigos pequeños que acechan desde el otro lado de la casa; recordé a los escritores que se gozan con diarreas de violencia y exaltan el modo de vida de los delincuentes hasta elevarlos a una categoría de héroes, mamarrachos de héroes que se atienen al terror y la artrosis mental de la creatividad del autor. El reflejo de la tendencia de la literatura esperpéntica del narco sólo evidenciaba una imagen que me llegó a la cabeza. Si esos escritores escuchan un tiro, seguro se orinan en lo calzones. Pero aprovechan la tendencia mediática para adjetivar una situación que de tan sólo sentirla de cerca enmudece, como el rostro de aquel soldado que iba a la guerra. Entonces pensé en los enemigos que se tiene sin quererlo. En un tal Sergio Calderón Gama que la última vez me acusó de soberbio y vanidoso en mi blog por puro gusto y que tan solo lo recordé porque es lo que representa la idiotez y la estulticia de quien ataca detrás de un pseudónimo y se pierde entre las sombras de la mediocridad. Esta situación clonada nos pone de espaldas contra las cuerdas. Es en menor escala, pero en el mismo nivel de cobardía, un acto como las llamadas de los delincuentes para extorcionar impunemente. Pensé que mi patria estaba en la camioneta, en la mirada de mis hijas, en su risa. Que mi patria eran mis hijas y mi esposa. Mas si osare un extraño enemigo…
11: 20 Pasamos Morelia sin sobresalto. Vimos en la entrada los restos de los autobuses. Nos hundimos en el tráfico de la media mañana y salimos por el libramiento hasta quedarnos con la última imagen de una gasolinera en llamas y un camión con soldados.
13:00 Cruzamos el lago de Cuitzeo y pasamos el límite estatal sin hallar ni una patrulla, ni un retén, ni un policía. El infierno parecía haber quedado atrás. Nos despedimos de Michoacán, creo que para siempre.