Sueños de fútbol
Esta historia va más o menos así: era el tiempo en el
que yo soñaba con ser futbolista y
dedicaba gran parte de mis tardes a sustituir las tareas de la escuela por
juegos de fútbol callejero.
La plaza de San Fernando era el
empedrado sagrado que emulaba el estadio Maracaná o al Azteca. Allí, en el
cuadrilátero pétreo de loza moteada, serpenteaba una cancha imaginaria perfecta
donde cada tarde se instalaban las porterías nomás sonaban las seis con los
campanazos de la iglesia de San Roque. Señalábamos los travesaños con suéteres
separados uno del otro por diez pasos medidos y reglamentados por el ángulo que
formaba los pies del Vala.
Con el clásico volado, se iban
armando los equipos; el ganador iba de mano para escoger al mejor jugador, que
siempre era el delantero o el portero y así, en equilibrio de fuerza, se
integraban dos bandos. Los últimos, se sabe, eran los rellenos del equipo que
corrían felizmente tras la pelota, generalmente sin tocarla.
Disputamos miles de batallas
plazueleras, largos partidos de fútbol, incontables gol-para cuando no se
completaban los equipos. Era el tiempo en que Hugo Sánchez me hacía estremecer
cada domingo que trasmitían el programa Acción y podía ver la cuadra del
“Buitre” Butragueño que bailaba jotas trasatlánticas en un palmito de campo
para desternillar al oponente; los años de la imagen de Maradona, en su versión
italiana, cuando alzaba los puños al cielo al anotar un gol; era el tiempo del
Cabo Cabinho desgañitando gargantas de panzas verdes los domingos al medio día.
Así, puntualmente los lunes,
luego de mirar el capítulo de Birdman o Batman, salía a la calle para imitar gambetas, taquitos, chilenas,
túneles y demás crema futbolera por el gusto de acariciar esa pelota de hule
rojo chut- 80 que vendían en las tienditas de la esquina como caramelos de
colores.
Entonces también soñaba con que
algún cazador de talentos se iba a asomar al campo sagrado de San Fernando y
descubriría mis habilidades como delantero. Allí, en la plaza de todas las
tardes, pero también, con pesadillas frecuentes, me daba de canto con una
realidad pura y dura; ningún futbolista de la ciudad había despuntado como para
hacerse profesional. ¿Iría a la ciudad un cazador de talentos? Pensaba que de
plano, en algún momento, pasaría un fin de semana para visitar las momias y
podía cazar una futura estrella de fútbol rescatada de las calles chuecas de
Guanajuato.
La parafernalia del mundial de
México 86 traspasó las fronteras de la Ciudad de México y Guanajuato albergó a
la selección francesa de fútbol. Las glorias pasadas no se hicieron esperar y
vino el recuerdo de los viejos cuando el Brasil del 70 cubrió de gloria una
ciudad olvidada. Las piernas del Rey anduvieron por las callejuelas de la
ciudad; en la efervescencia, un amigo me regaló una foto de Pelé cuando estuvo
hospedado en el hotel de su abuelo.
Ninguna noticia se me hizo más
excitante como que Guanajuato iba a ser la sede de la selección Francesa para
disputar los encuentros en el estadio León. Imaginar
a Rostou, Thigana, Michel Platiní, Stopyra, el portero Bats en la ciudad dejaba
un entresueño difícil de superar, sin embargo mi suerte no estaba echada. Una
tarde de domingo, mi padre nos dio la noticia de que había conseguido un par de
plateas en el estadio de León para disfrutar cinco partidos, cuatro de fase
regular y uno de octavos de final.
No sólo era mi primera vez que
entraría a un estadio, sino que esa primera vez para entrar a un estadio de
fútbol se daría en el marco del Mundial de México 86, entre la temible escuadra
de la URSS y Francia. Yo surcaba mis trece años y creía que los soviéticos nos
querían invadir o de plano, nos iba a dejar con una hecatombe nuclear nomás por
perversos, y lo creía gracias a mi fascinación por las películas de Mad Max.
Era una mañana de junio y unos
rayos ardientes cubrían la Justo Sierra. Salí con mi hermano para montarnos en
un Le-Barón azul de mi padre que nos llevaría hasta las orillas del estadio. El
calor leonés era húmedo y bochornoso. Las banderas de los países ondeaban con
letargo y recuerdo que le tomé el codo porque no podía explicar mi emoción; él
con su mano me tomó del cuello para guiarme entre la pelotera.
Caminamos entre gente contenta
que dibujaba sonrisas espontáneas, entre turistas y fanáticos europeos en un
ambiente de fiesta y cofradía. Sentí el escalofrío del testigo que navega entre
ese presente asustadizo y desea registrar todo evento que acontece alrededor.
Las banderas, los logos de Pique, las filas ordenadas, el vaivén de los
vendedores de refresco, las ambulancias fuera del estadio, los uniformes de
muchas escuadras, las caras hoscas de fanáticos europeos bebiendo cerveza
aceleraban mi pasión por el fut.
Penetramos en la sombra del
estadio y fuimos caminando por un túnel. Luego vino un impacto, un estertor.
Quedé boquiabierto, con el corazón exaltado y mis manos sudorosas al mirar la
grama del estadio, del foso ritual de lo que entonces, más amaba; de las celebraciones
interiores de mis sueños donde escapaba por el lateral derecho, driblando
adversarios, venciendo enemigos, acariciando balones, hasta llegar, en el
lindero inclemente de la meta enemiga, a disparar un trallazo con la pierna
derecha que, en curvas y efecto de tornillo, dibujaba una comba celestial en un
ángulo cerrado y venenoso que desequilibraba al portero para dejarlo tendido,
con las piernas abiertas. El estadio ronroneaba. Era un motor que roncaba
parejo. Un run run imparable, un pulmón sereno. Mi hermano me tomó de los
hombros y entre hileras de butacas llegamos hasta donde estaban nuestros
lugares.
Cerca estaba la zona de prensa,
las cámaras de televisión, la radio preparando el espectáculo. Miré a mi
hermano y me miró sin decir más palabras que sacudirme la cabeza con una mano.
En un momento noté que estaba zapateando, chocando las rodillas cuando trataba
de enfocar la ola que hacía saltar a la muchedumbre en un compás armónico.
En un instante, escuché voces que
hablaban en francés; tres filas detrás de nosotros un nutrido grupo de
aficionados galos bebían cerveza para apaciguar el filoso calor del bajío que
los ponía colorados. Había un hombre mayor que sobresalía entre el grupo de
jóvenes que saltaban y reían aguardando el pitido inicial; pequeño y risueño,
usaba una boina azul. Concentrado en observar la cancha, la salida de los
jugadores, los movimientos de las bancas, como un viejo guerrero que velaba sus
armas.
Volvió el oleaje y distraje mi
vista a un grupo de chicas que caminaban en bikini en el otro lado del estadio
y eran ovacionadas con chiflidos y aplausos nerviosos.
Mi hermano acercó su boca a mi
oreja. Con voz pausada me dijo: –ese que ves allí – se refería al viejito del
grupo de franceses – es Just Fontaine, el máximo goleador en un mundial.
Lo ubiqué. El hombre me miró. Sus
ojos entablaron una comunicación directa conmigo, esas miradas que parecen
decir: si, tiene razón tu hermano. Fueron apenas unos segundos y unos
centímetros los que me separaban de una leyenda del fútbol. Llegaron entonces
dos personas de seguridad y nos pidieron los boletos. Los lugares donde nos
habíamos sentado eran los correctos, pero del sector poniente. Mi hermano y yo
estábamos del otro lado del estadio. Nos tuvimos que parar y salir a la sección
de sol. No importaba. Al levantarme, miré al viejo que parecía tener pena
porque nos habían quitado del lugar y lo que se me ocurrió fue saludarle. El
hombre me contestó el saludo más como reflejo que con ganas. Y saltamos a sol,
con unos borrachos rusos que cantaban una balada monótona y siberiana.
Mi hermano me compró una cerveza
y comenzó el partido. Recuerdo los trazos, los balones, a Platiní en regateos
esporádicos y tiros indirectos, y la compañía de mi hermano, bajo el sol leonés
que nos regalaba un pase a la historia secreta entre nosotros. ¿Quién me iba a
creer que me había saludado el máximo anotador de un mundial, en una grada,
entre la muchedumbre y en la primer visita a un estadio profesional de fútbol?
Entonces, a los trece años, yo tenía mi credibilidad devaluada. Y decidí quedarme con la complicidad de
mi hermano y con eso bastaba. La verdad es que nunca he sabido como se enteró
mi hermano que ese hombre era Just Fontaine pero le creí sin chistar. Seguí por
muchos años con mi carrera de fútbol callejero por el gusto de compartir
corazones futboleros y abrazos sinceros, y en un momento que no recuerdo,
cambié de sueños. Ya no estaba el caza talentos que nunca llegó a la plaza. Y
que por cierto nunca ha existido en mi vida.
Tal vez sólo sustituí los sueños
futboleros un poquito; ahora tengo Xbox y juego partidos insospechados. Pero en
la realidad, en ese coto privado donde me veo soñando en otras miradas, en
otros goles, en otras canchas siempre está esa luz cálida que hace un chanfle
hasta la mirada de mi hermano que me enseñó a cambiar de asiento y disfrutar
ese partido que se nos presenta una vez en la vida…