El último café
Una prueba de amor se esgrime
desde las bragas. Detonación, explosión, exorcismo. Los duendes de mi lengua
perfilaron por las dunas de sal entre sus piernas. Unción. Capitalizar los
jadeos es advertir la entrada al cielo. La fiesta del torito pasando por la
avenida Juárez, en un estrépito de tiempos viejos. La humedad iba en aumento,
paulatinamente desarrollándose como culebra en el agua. Mi sudor ponía a tope
los pezones dilatados, las muecas cayendo en la luz de día de las doce de la
mañana. ¿De día o de noche?, las molduras del sexo no tienen tiempo, ni forma. Era tan natural subir
los peldaños hasta su recamara, adentrarse en ese túnel hondo y negro del
pasillo auspiciando el temblor de manos, el nervio calcinado al compás de los
latidos. Detrás de la puerta, estarías
como siempre, renombrando los libros, lavando las tazas de café de la
noche anterior, estarías tendida a tu lado. Buscarte allí o buscarte allí. No
hay otra alternativa. Cada mujer parecida se apoltrona en la calle como un
talismán, un ídolo. Quisiera hablarte de mis fetiches: Cuando mojo mis labios,
tengo la certidumbre de que añoran los tuyos. Mi saliva se engendra en tu piel.
Podía andar buscándote entre cualquier pupila de gato, de esos atigrados con
espesas patas de algodón y un ronroneo insistente cuando sienten el calor de la hoguera o la
mano arrastrando los dedos en el pelaje. Preferíamos encontrarnos en el café,
en la mesa de todas las tardes y desde ese limitado redondel sin amparo de otros rostros buscarnos
en la mirada, quizá un escuálido boceto de nuestros temores. A lo lejos
llegabas diáfana acariciando el poco viento del negocio, caminando en el suelo
escarpado y rojo del restaurante, en
las desnudas fragancias de un perfume alentador. Siempre me habían
gustado esos aromas, y mi nariz escrutadora comenzaba a robarte el aire de la
hora que fuera, el olor, asistiéndome sin reparo. Escurría mi olfato por tus
pliegues rosados del cuello, te tomaba por asalto, te escrutaba las ansias,
hasta quebrar las partículas de un perfume dorado o gris, hasta derrochar la
adrenalina conseguida hasta el momento en un beso donde se me iban todas,
absolutamente todas las fuerzas. Detenido, parecía introducirme en las
tinieblas de mis rincones. Sin ti ya no lograba tener nada. Ansiaba entonces
reconocerte al paso que llegabas, en el doblez de tu cuerpo para no chocar
contra las mesas. El zigzag me
doblegaba en ese examen de consciencia pasando por la plaza de San Fernando, al
llegar en una de esas tardes de mayo, luego de tus aeróbicos y finamente, en zapatos deportivos
calzándome algo más que mi gusto por tus labios. Desde entonces habías llegado
a mi vida, en la incrédula vida que nos deparaba nuestro propio azar, las lunas
interiores. Había que inventar un encuentro casual, un cruce de cuerpos encima
de las baldosas amarillentas.
Lo primero que me llamó la
atención fue tu cara tranquila, los ojos sin astillas de llanto y una honda
aspiración por beberte el café. Apretaste la cajetilla de cigarros y empujaste
hasta la superficie el segundo, ya con más calma lo encendiste tranquilizando
ese temblor de manos que te ataca cuando las columnas de tu resistencia se ven
acribilladas por la desesperación; apretaste los labios y el humo filtró una
punzada nerviosa que golpeó mi nariz.
Los tejidos del azar hacen puntos
de cruz donde uno no sabe a donde va a parar. Esperaste para decirlo. Que más
hubiera dado que aguantar dos minutos más. Ver tus senos sonrientes, las manos
con venas casi saltando, la saeta que falla puede ser más terrible que la que
da en la diana. Mojaste los labios. Abriste un pasadizo que me llevaría hasta
donde estoy, o creo estar. Mis manos tenían cosquillas, rasgaban algunas
ansias, querían robar los minutos, apurar las bebidas y de plano estar ya en la
cama, donde nos gustaba dar sorbos de nosotros mismos. Con ese sabor amargo del
sudor y la saliva, apretar los puños, morder la cobija, arder siempre. Quería
tenerte de pie en el portal de tu casa, en la misma baldosa donde iniciaba el
abordaje entre besos y cuerpos tensados. La cama era un trayecto donde trapeábamos el piso con la espalda o estrellábamos el cuerpo contra
la pared de los pasillos.
Pero tu mirada me ponía en
situación. Frente a frente. Con la distancia concreta de una mesa de café. Un
cenicero al centro y el teatro de nuestra amistad. Ni un te quiero acariciaste
entre el viento de mayo, ni un te voy a extrañar. Tal vez soltaste una lágrima
al retirarte. Sólo dijiste – me quedo con mi marido- para salir campante por
donde llegaste, dejándome una prueba de amor y unas bragas negras que aún
conservo.