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La noche del 5


Los amigos deben estar donde truenan los huesos. Y allí estuvieron la noche guanajuatense del 5 y la noche leonesa del 6.
Recuerdo los pininos en una tarde celayense donde se presentaba una revista literaria, el primer número y al llegar al centro cultural, no había nadie. El amigo organizador, pensó rápido y reclutó a cinco alumnos de un taller que, ya saliendo en desbandada, los hizo retroceder pero que con una labor de convencimiento los hicieron quedarse a escuchar el rollito arengadoriano. Con todas las fuerzas de mis 21 años, tomé los arrestos necesarios para dirigirme a un público tan ausente que podría haber hablado de recetas de cocina y nadie se hubiese dado cuenta cómo se preparan unos huevos revueltos. Pero entonces era la literatura. El arte, la creación. Mi arenga que había escrito dos noches antes. Una vez que llegué al final, hubo dos preguntas y me convencí del éxito. Salí feliz que cinco personas hubiesen presenciado lo que tenía que decir, a pesar de todo. Entonces dicen que quien con leche se quema, hasta al jocoque le sopla. La tarde del cinco de marzo estaba nervioso. No hay nada peor que el miedo al vacio. Pero sobre todo, el miedo al mensaje que te envían los asientos huecos. Los auditorios para veinte personas que parecen para diez mil. El miedo escénico al no encontrar. En el oficio solitario del escritor, paradójicamente se anhela la compañía. Entonces di en el clavo cuando supe, de súbito, que por una sola persona valía la pena y la dicha todo el ajetreo, todos los nervios… todo.
Cuando llegué al salón comencé a juguetear con mis hijas. Estábamos corriendo entre los asientos. Cuando Ángel Ochoa (al que le agradezco su amistad y sus detalles) me pidió probar el audio; acordé con Natalia que si no venía nadie, podíamos hacer un Karaoke, comernos las pastitas y beber el refresco. Angelito no traía discos, pero lo intentaríamos a capela. Cuando mi mujer me avisó que ya todo estaba montado y que dejara de jugar. Me dieron nervios. Apareció como siempre, con su incontestable amistad de muchos años, mi buen amigo Juan Fran, que me calmó los nervios. Ya estaba una persona y ya valía la pena todo. Y recordé las palabra que me dijo Fernando Macotela en un correo; lo importante es quedar contento con lo que suceda. Y sucedió que estaba feliz. De manera mágica el salón se comenzó a poblar de gente, de abrazos, de solidaridad donde una a una las sillas desaparecieron de la visual para convertirse en amigos a la espera de lo que les tenía que contar. Y conté los autorretratos y mis fervores para las letras, dije lo que sentía sin pensar lo que hablaba, y fue una charla, y un encuentro y una buena noche para celebrar estar vivos, y saber que tengo amigos que me estiman más de lo que yo creía y visceversa.
Y me llené de energía, y estuvo mi hermano del alma Enrique Rangel colocando las comas, los acentos y el punto y seguido. Estuvo Merit y mis pequeñas calentándome el alma. Estuvieron todos los amigos(no quiero omitir nombres), mis seres queridos que no se hallan entre los vivos (la tía Estela y la tía Ángeles, que estoy convencido de su solidaridad), los hermanos de letras, los bienhechores de la noche del 5 que se alegraron por el nacimiento de un libro.

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