Noche Disco

Hace unos días regresé a una noche disco que sin saberlo, había dejado sin terminar. Fue como volver a un campo de batalla humeante y con cenizas de una guerra librada hace 20 años. La temática consistió en regresar el tiempo a los años ochenta del siglo pasado y recaudar fondos para alguna fundación mamarracha; de las que lloriquean por alguna razón bondadosa y tierna. No lo recuerdo.
Pero aseguraban una noche del recuerdo. Así que quise enervar la memoria de aquello que un día fui. Algo difícil.
Debo decir que yo me había cortado la coleta y en un tiempo, ya cinerario, dejé el party animal que embridaba mis noches. Pero me volví hacia los fantasmas del pasado que me miraron entrar a la disco como si los años no hubieran mermado mi cabello, mi piel y mi fanatismo por consumir madrugadas. Entonces se iba a las disco y el antro era un lugar barriobajero y asqueroso al que nadie, medianamente pensante, se le ocurriría ir. Hoy, a cualquier cosa le llaman antro. La disco era el emblema galáctico de la era post nuclear. Ya se sabe. Ronald Reagan y la guerra de las galaxias.
Esa noche la música pastaba entre lo teto y lo brillante. Pero la discoteca como preámbulo erótico de los que llegaban solos y se adosaban una pareja en la tenue estridencia de una luz laser volvía a ser bienhechora, milagrosa.
Pues volví a esa disco esperando que todo tiempo pasado fuera era el mejor, y encontré que el mío sí lo fue. Casi en el olvido, hallé unas huellas de mi adolescencia que hoy por hoy juegan a las vencidas con mi edad. Al calcular el tiempo, di con que no habían pasado más que veinte años y( entonces yo surcaba los 16) cuando pude otear en el horizonte que la noche estaba hecha para mí y recordé, que después de las 3 de la mañana, uno traspasa esa realidad cuántica y en lugar de ser tragado por un hoyo negro para montarse a otra dimensión, la dinámica es de distinta manera: a partir de las 3 de la mañana uno brota a una superficie lisa y conmovedora, no importa la droga o el alcohol utilizado como vehículo transportador; allí renacen los rostros que nos acompañan. Aparecen más claros, más nítidos, como espejos bravucones y reflejos irreductibles; es tierra fértil para los besos, las euforias que se arrecian como si en cada minuto que corre después de las tres de la mañana, el tiempo fuese a pasmarse y ya, cuando rompe el alba, el hechizo se despinta entre el carmín y el rubor de los amanecidos.
Un camino del recuerdo.
Alrededor estaban los mismos que dejé cuando fui la última vez a una disco. Pero los miré calvos, gordos y arrugados. Pero estaban allí, fieles a la resurrección de los ochentas, esperando al Mesías que brotaba de unas bocinas que parecían estallar el lugar y a las almas cuarentonas devolviendo la halitosis de su pubertad a un estado de sitio y de tiempo. Un estado irregular.
Corrí hasta la pista. Bebí el vodka que no había bebido en años. Enloquecí con el humo artificial dando brincos y alaridos en ese eterno bordado musical tejido por el DJ.
Recordé el camino que lleva a las madrugadas. Abrí la puerta. Me bebí los años y traspasé el himen de las tres de la mañana. Al despuntar el alba, la pequeña manita de mi hija menor me golpeó la cara. Apenas habían pasado tres horas de sueño. Entonces supe, de manera implacable, que todo tiempo presente es el mejor.

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