Ganar premios


Hace unos días un amigo ganó un premio en materia de diseño. Los premios siempre son una revelación de otras instancias que uno ni se imagina. Lo que arranca un premio no es, como podría pensarse, admiración, sino un cultivo verde llamado envidia y por ende un puñado de malas miradas. Los que pierden, se multiplican y se unen. Se amotinan en la mediocridad. Su lengua se convierte en un flagelo que sacia la impotencia del perdedor.
Cuando era joven, decidí concursar en un premio de cuento que organizaba la Ibero, el periódico Am y el Estado, le llamaron Efrén Hernández. Cumplí con hacer lo que para mí era la obra ganadora. Un cuento lleno de drama, de "prosa poética" y esquemas barrocos que prometían ser infalibles (pensaba, si con esta obra no gano, de verdad que serán muy estúpidos, está vendido o de plano no sirven para nada) de verdad que se me iba la vida en ello. Una vez que entregué el original y las copias (entonces si era original, porque se hacía a máquina de escribir y hoy siguen solicitando ese punto en las convocatorias) salí del lugar como un auténtico ganador. Eso resolvía mi pertenencia en el tema de la literatura. Pensé que lo mejor sería obviar el espectáculo y que de una vez me dijeran que era ganador. Sin embargo, tuve que esperar cerca de tres meses para conocer el resultado. Tres meses en los que contaba cada uno de los días como si pesaran demasiado en mi existencia. Tres meses en los que soñaba tirar un discurso a los medios de comunicación acerca de mi obra. Fue una temporada llena de ansias y de conjeturas acerca de mi vida como ganador de concursos, pero sobre todo, como si eso pudiera hacerme valer como escritor novel de 18 años. Y una vez ganado el concurso, lo demás sería miel sobre ojuelas.
Fue una mañana lluviosa la del día esperado. Desperté antes que abriera cualquier puesto de periódicos. Las calles estaban mojadas pero hacía calor. Una anciana en la esquina de la Monterrey, cortó con una navaja el ato de periódicos y se esparcieron como una baraja sobre el piso. Cuando tuve el ejemplar en mis manos, las piernas comenzaron a temblarme. Leí lo que pude hasta que llegué a mi departamento. Todo fue confuso. No hallaba el maldito recuadro donde me encontraría como ganador. Revisé la fecha del periódico. Estaba bien, coincidía con la publicación de resultados. ¿Y mi nombre?
Sentado en el desayunador, encontré un cuarto de plana del diario que contenía el resultado. Una miserable viñeta con el nombre del ganador que no era, por supuesto, yo.
La soberbia de escritor joven pasó a ser una lágrima. Estaba acabado. Fulminado. Jodido. Yo no era el ganador de el superconcurso.
FRAUDE. COCHUPO. TONGO. Funcionarios vendidos. Caciques culturales. Hijos de puta. Los mismos de siempre. Acababan de desdeñar a una promesa. No comprendieron el texto.
Luego de que se me pasó la fiebre de la derrota vino una depresión pos parto. Estaba decidido a dejar de escribir. Pero tuve un encuentro con un maestron a la entrada de la UIA; Agustín Cortés. Le conté la derrota, y el me dejó echar la rabia. Cuando terminé me dijo que los concursos literarios son una rueda de la fortuna. Que un escritor no escribía por ganar un concurso. Escribía porque era su naturaleza.
Aliviado, entendí el tema de los concursos. Ganar es un viaje. Ganar es entender que tienes menos amigos de los que te imaginas, más enemigos a los que les has dado la mano. Ganar es entender que hay muchos perdedores, que actúan como perdedores y viven como perdedores. A pesar de que perder es sólo hacer el intento y volverlo a intentar en otra ocasión.
A mi amigo Edgar le deseo enhorabuenas. Ganó y punto.

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