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Memorias de un Excombatiente

Pronto, por fin la novela de Hortera… va un avance…Street sign uid 1

Un día quise conocer la verdadera historia de un investigador privado. Me había colmado de historias policiacas, tan anglosajonas que no podía imaginarme la cara de un mexicano en medio de una investigación policiaca. En el directorio telefónico busqué “investigadores privados” y encontré un nombre que me pareció genial. Ramón Hortera.

En principio batallé para marcar el número. ¿Qué demonios le diría? –oiga, quiero conocerlo, porque se me hace increíble que usted exista en este planeta- pero lo que me condujo a él fue una propuesta mejor. Le pediría una entrevista para un diario en el que yo no trabajaba, pero un buen amigo sí. Ernesto Santana. Le propuse realizar una entrevista con un gendarme estilizado, un policía de boina calada, un elemental y extraño investigador privado que me develara los métodos de la extorsión a punta de chicharra y mandoble fino.

Pulsé los números del teléfono. Al otro lado de la línea me contestó una voz encabronada. Raída por las noches de ron. -Ramón Hortera a sus órdenes- dijo, y después del que tal, buenas tardes y mi presentación, le solté a rajatabla mi propósito. Necesito que me dé una entrevista.

Al cabo de unos segundos de silencio, me citó en el café de la Plaza de San Fernando – en el de las sombrillas verdes- dijo y colgó. Tenía cerca de media hora para llegar a la cita.

Caminé cuesta abajo donde el mundo comienza a torcerse. Allí estaba lo que Guanajuato ha dejado de ser para ofrecer un paraíso de guías de turistas y recorridos necrofílicos por las momias. Vendimias de zapatos, calles que se aglutinan, peste de orines, caños abiertos, túneles moribundos. Un cielo petrificado y seco coronaba la tarde. La vida calurosa del verano guanajuatense encendía una lámpara de petróleo, colores ocres, montañas a la media tarde que mueren en el bochorno de la canícula.

Después miré algunas casas coloniales cimentadas en el serpenteo de la calle Juárez. Casas que esperar el cáncer de sus habitantes y morir de lejanía. Casas con balcones cerrados. Casas que bordean el cauce de río de la subterránea. Hombres de pelo largo, piercing baratos, oferta de tatuajes, mujeres prietas de cabellos largos, niños colgados en los hombros de sus padres. Una feria bizarra.

Entré a la boca que arroja al cubo de San Fernando. Atravesé las mesas de los restaurantes, las baldosas asesinas, rotas, naufragué en los pesados minutos que me llevarían al encuentro de mi investigador privado. Como los buenos profesionales, Hortera estaba en el lugar preciso. En la mesa había una caja de Marlboro y un encendor bic. Acababa de encender el tabaco. Me presenté.

Por principio no iba a revelar mi propósito. Era un tanteo especial para jugarme una historia. Pero acabé por darme una buena sorpresa. Hortera es uno de esos tipos que no ríe. Atribulados por el sarcasmo cada palabra era un viaje de doble fondo. De ojos vivos y manos rudas. Tomaba café como si no quisiera olvidarse de una cuba de ron. Comentó que estaba en un programa para dejar las adicciones. Había sido borracho, y como todo buen ex bebedor se desviaba a un terreno acotado por líquidos nobles, la cafeína, el te, las bebidas energetizantes.

Dijo que tenía tiempo de haberse hecho adicto a la cafeína. El café turco era un animal en brama. El expreso era una dama de compañía. El café que servían allí, sabía a garbanzo, pero apenas comenzaba la tarde y no tenía prisa. No trabajaba antes de las once de la mañana. Con lo que respecta a sus asuntos no cogía casos de violación ni de pedofilia porque él era muy pasional. Revolvía los asuntos y esos tipos nomás no. Era la ética. Tampoco aceptaba trabajos de investigación industrial. Bastante jodían los ricos a los pobres como para darles de palos por robarse una chuleta de algún restaurante.

A la segunda taza de café, que efectivamente sabía a garbanzo molido, imaginé los clientes de Ramón Hortera. Hombres grises, cornudos, purulentos, que se anegan con el primer embate de inseguridad. Hombres clamando venganza. Mujeres desvalidas, en el otoño de su vida que dejaron el te canasta por la cama tibia de un buen mozo. Su mirada me caló hondo. Hortera dijo que una entrevista le vendría bien para darse algo de publicidad gratuita, que esas conversaciones siempre eran bienvenidas en una ciudad que no se atreve a contratar servicios profesionales de un investigador, pero lo que más le había llamado la atención, por lo que había aceptado la entrevista era para proponerme realizar una historia. Una historia tan cierta que tenía que contarla de alguna manera.

-Un día me llamaron para asesinar a un poeta. Un hombre al que le cortaron la cabeza de un machetazo y lo dejaron a la mitad de un callejón. – Debo confesar que su sangre era un río de hielo que navegaba por las venas. Extendí las cejas dibujando un rictus de espanto. Y Hortera miró el terror en mis ojos, un camino por el que debía andar, a pesar de que no quería hacerlo. Lo macabro del hallazgo había sido una noticia poco investigada, hecha con alarde en los pasquines de la nota roja. Mi mente quería hallar esa información del descabezado pero era insuficiente el dato y la anécdota para hacerme una idea con mayor profundidad.

Más que haberme sentado en la mesa de un investigador privado, me había metido dentro de una historia y mi personaje bebía café como si fuese lo único que se bebiera en el mundo. Me había sentado a la mesa de lo que conocemos como un asesino. No tenía idea de todo aquel mundo donde los perseguidores y los perseguidos andan por una alfombra de penumbra. Andan en la calle como cualquier otro que va al mercado a comprar aguacates. Ninguna clasificación de Robert K Ressler se aproximaba a un asesino en serie con licencia de la marca de Hortera, es más, ni siquiera lo hubiera pensado.

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