Casi todos los años, cuando pasan estas fechas, me ocurre lo que le ocurrió al personaje de Fitzgerald, Benjamín Button, rejuvenezco. No creo que las causas sean las mismas, pero el frío y la angustia por comenzar el año con los mejores deseos parecen quitarme algunas arrugas, algunas fisuras del alma, aunque sólo sean unos miligramos. La cosa es que la mesa del primero de enero amaneció hedionda. Los trastes apilados en el comedor, los restos del lomo adobado y las botellas de ron formaron una imagen del cine de investigadores privados de los años ochenta, una escena hecha hasta el aburrimiento, pero allí estaba el amanecer de un nuevo año, con la cruda demencial y humilde. Cuando encendí el primer cigarro del año, un zumbido en la cabeza intentó quitarme los tornillos que aún conservo y que cuido con fervor. El dolor era adyacente a mis ideas cotidianas por dejar el tabaco. Pero allí estaba, terco a tragarme la nicotina mientras deseaba enumerar los deseos para este año como...