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Miedo de los tropezados



“Espectador a la fuerza, veo a los contendientes que inician la lucha y quiero estar de parte de ninguno. Porque yo también soy dos: el que pega y el que recibe las bofetadas.”
J.J Arreola

Corría en el sendero matutino del parque el Cantador y los Pastitos. En el ipod escuchaba un lejano Joaquín Sabina y sus peces de ciudad cuando rebasé los primeros 2 kilómetros que apuntaban a hilvanar una idea borrosa que esbozara un cuento. O un libro. Quizá nada. Pensaba que al kilómetro 6, seguramente ya habría concentrado las energías para el último esfuerzo, ese en donde no cabe ninguna idea; los músculos serían un ejército mermado pero fiel, para terminar de una vez por todas el recorrido que había diseñado desde la noche anterior; los músculos estarían a punto del motín así que debería recordar las ideas que surgen en los primero kilómetros. Mi mente procuraría avanzar como en una jungla húmeda donde cada parte del cuerpo se comprime en un sólo movimiento. La respiración. 
A pesar de que mi mente trabajaba en conservar el envión inicial de energía para el final de la carrera, mis piernas apenas iban cruzando en el kilómetro 2. Fue cuando lo sentí. La punta del tenis se tensó en una piedra saliente del piso y esto me hizo tropezar. Abrí los brazos en cruz y miré el suelo acercarse de manera peligrosa a mi rostro. Un latigazo de adrenalina  golpeteó por todo el cuerpo. Perdí el centro de gravedad. La pierna derecha al aire y la izquierda en el impulso de fuerza contra el objeto que me hacía perder el centro y me proyectaba hacia delante sin control. Reviré por reflejo; el pie derecho tocó el suelo y me levantó del piso para enderezar el arco de la carrera. La pierna izquierda, con una zancada larga y profunda levantó la cadera y el tranco se regularizó. Con el impulso de los tropezados, miré hacia donde quería ubicar el estorbo, donde había chocado la punta del tenis deseando  gritarle a ese hueco una mentada de madre, o un no me tumbaste, estúpido; pero finalmente  no lo identifiqué. Estaba lejos. 
Volví la cara al frente y aceleré para dejar atrás lo que en un momento supuse, era una escena de bochorno frente a la hilera de personas que esperaban el autobús, gente que había visto el tropezón que provoca, inevitablemente, ataques de risa por el movimiento brusco, alterado, un gag espontáneo entre la seriedad del paso firme y la ceremonia del corredor. 
De frente quedaba la arboleda de los Pastitos y sólo pensé que los que se atreven a caerse, se atreven a moverse. La mente, que no respeta duelos, ni lutos, ni censuras me hizo recordar una andanada de caídas, de tropezones y de sacudidas que llegaron dejarme en el límite de la renuncia de mi derecho a no renunciar. Entonces vinieron, como en una noche de borrachera los momentos infames, las caras odiadas y los instantes precisos donde parece que no hay nada que hacer. Ese momento preciso donde las ratas saltan del barco.  Donde parece que en ese mismo segundo de la vida, no hay antes ni después, y el todo cae por su propio peso. Roberto Bolaño identifica caer por su propio peso con una imagen donde aparece una pila de mierda y se derrite con el calor del desierto… pues eso. Ese instante donde todo cae por su propio peso. Recordé esos momentos con terroristas de la cultura, con turistas de las letras, esos momentos donde la cara del adversario muestra esa pinta del odio. Recordé desde el asalto a mano armada hasta mi renuncia en el escritorio de la madama de la Universidad. Recordé los luego te hablo, los está reunido, los luego nos vemos, los ya está tu chamba pero faltan tres años para que existan vacantes, los ya no te quiero, los gracias por concursar, los tienes recomendación, los ya mero, los silencios de muchos infames y amigos que se perdieron en la carrera de mi vida, como esa roca que me tambaleó y que me hace celebrar que sobreviví a esos momentos en los que parecía que no iba a amanecer, a esos amigos que estuvieron cuando no se necesitaba. 
Yo soy de los que ha caído y de eso me enorgullezco. Siempre de un drama, sale, tiempo después, una anécdota.  
Lo fácil es decir hasta aquí, yo me rajo porque me caigo. Pasé terremotos que en un momento de la vida me procuraron un pánico a vivir o mejor dicho, a caerme. Después de varios descensos, le perdí el miedo a pisar fondo, porque encontré que en el fondo está la palanca de impulso que me ha devuelto a la carrera. Esa afanosa carrera donde también existen personajes excitantes y amigos maravillosos. Con la carrera en ritmo, los pensamientos se fueron deshilvanando en la arcilla. Ya pensaba entonces que tendría que poner más atención en mi zancada, levantar los pies, arquear las rodillas. Llegué al punto donde había tropezado. Reconocí el obstáculo. Allí estaba. Una pequeña roca.  

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