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La cámara de Oxígeno

Gracias a los amigos y a los presentes la noche del 14 de septiembre en el corredor literario que me dejaron compartir el corazón un poquito y lo llenaron de calorcito pre bicentenario.
A continuación les presento unos apuntes que no leí, pero que había preparado para la ocasión. Sólo son una fuga amorosa de mi memoria, una carta en una botella que se tira al mar.




La noche del 14 de septiembre
La infancia fue el terreno de encuentro con la lectura. Pasé una infancia sin otras ambiciones que ser centro delantero de los Pumas o corredor de cien metros planos, como Carl Lewis; pero una intermitente enfermedad me puso piedras en el camino. Cuando niño padecí asma y viví temporadas envuelto dentro de una cámara de oxígeno adaptada a una cama individual donde a cinco litros por minuto pasaba mi vida. Esto, claramente me hacía quedar fuera de las canchas de futbol y las pistas de atletismo de la deportiva Torres Landa. No era tan malo estar dentro de una cámara de oxígeno. En cierta ocasión llegó mi padre con las fábulas de Esopo y las introdujo en la cama. Firmó el libro, su nombre y la fecha. 1981. Una pequeña edición bolsillo de editorial Porrúa quedó varado a la espera de que abriera sus entrañas. Primero le di una ojeada como quien surfea en un mar embravecido. Había imágenes que de entrada me sirvieron para seleccionar la lectura. El lenguaje era por demás arcaico, y tuve que templarle las páginas a un diccionario. Allí encontré el sonido y la magia de las palabras como si un mago sacara de la chistera un conejo. Entonces la afición por leer al azar el diccionario me ha seguido desde entonces, como un vicio. Los libros me dieron la libertad que el oxígeno embotellado y los humidificadores me negaban. Para la siguiente semana llegó mi padre con el libro de el médico a palos, de Moliere, las fábulas de La Fontaine y así, como un trato no dicho, mi padre se aficionó a regalarme libros. Recuerdo uno en especial, uno que se acompañaba por un rito. El cantar del Mio Cid. Mi padre llegaba de trabajar los viernes por la noche y me llamaba hasta donde tenía un sillón cerca del balcón que asomaba a la calle Juárez y comenzaba a leer en voz alta. De pronto los campos de Burgos brillaban diáfanos en la sala de la casa. Una voz, la de mi padre movía los ejércitos y el medievo. Cuando saltaba una idea fuera de contexto, mi padre hacía acotaciones y explicaba la historia de reyes y de infortunios y volvía al poema y regresaba España a lomos de una voz fuerte y limpia cuando Rodrigo era condenado al destierro. La casa de San Fernando donde pasé un cuarto de mi vida, tenía una gran biblioteca que era un especie de templo que mi abuela cuidaba como un centinela. Allí viví con mi abuela y sus hermanas que me adoraban. Todas y cada una de ellas leían en sus tiempos de ocio. Y leían grandes novelas de amor. Los momentos que cambian el curso de una vida son difíciles de rastrear, pero intuyo que uno de estos episodios fue lo que cambió el derrotero de mi vida. Mis tías leían muchísimo y leer para un niño de nueve años era una cosa de maravilla en la vida cotidiana. Era un hábito que debía aprender. Como toda casa del siglo antepasado, la casa de la abuela conservaba una biblioteca donde se formaban las enciclopedias y los diccionarios en una cascada de pesados libros que contenían, simplemente, maravillas. Había también colecciones de los clásicos del siglo de oro español y algunos textos que me parecían prohibidos. Encontré una joya como la colección de cuentos de los Hermanos Grimm que fue quizá un detonante en mi formación fanático de los cuentos. Corazón diario de un niño y el principito no faltaban en los textos que recogía la biblioteca de la abuela. Dos colecciones de libros que me encantaron fueron una colección de cuentos húngaros, con forro de cartón color granate de una edición de 1915 que transformó mi condición de explorador de historias por la de un fanático de libros viejos y su olor a maderas y humedad. No puedo olvidar un libro de cuentos chinos, de la misma colección; extravagante e infame que me mostró el horror y el miedo. En sus historias había demonios, dragones, pobreza, angustia y la maldad, un auténtico Gore infantil. Las horribles imágenes me provocaron la ambición por seguir hasta el final una narración y vencer el miedo. Unos años después, cayó en mis manos, gracias a mi padre, y nuestro pacto El Lazarillo de Tormes. La luna Guanajuatense me brindó en las noches de mi infancia una compañía incomparable con esa historia que me hizo sobrevivir al sarcasmo infantil y generó en mi imaginación pesadillas con sacerdotes y ciegos desalmados. Las lágrimas vinieron después, cuando leí con atención Corazón, diario de un niño y las insufribles desventuras. La cámara de oxígeno se fue convirtiéndose poco a poco en un recuerdo. Cada vez mis bronquios respondían mejor a los tratamientos que me sometía mi madre y mi abuela. No se cuándo quedó rezagada esa etapa del oxígeno que recuerdo con dolor y gozo. Las tías y la abuela se han ido de este mundo y me devuelven en la memoria, como un mazo de cartas, las inolvidables horas en las que a cinco litros de oxígeno por minuto vivía en los mundos posibles de la literatura.





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